La ciudad de los brazos
abiertos

Recorre las calles del centro histórico
día tras día. Visiblemente nerviosa, expectante de la aparición de algún agente
metropolitano que amenace el normal desarrollo de su trabajo. Blanca Vargas utiliza
ropa cómoda y siempre con su gorra lista para contrarrestar las inclemencias
del clima. Parece tener más años de los que en realidad tiene. Resulta
impactante que tenga veinticuatro, tan sólo uno más de los que tengo yo. La
sensación que genera al verla, es la de una persona que ha trabajado en este
sector por décadas, pues el trajín de viajar diariamente desde Latacunga hasta
Quito con la intención de vender las cholas y empanadas que ella mismo hace, aunque
sea algo bastante agotador, es necesario.
Desde hace dos años, el trayecto de Blanca
recorre la calle Bolívar, conocida en la antigüedad como la Calle de los
Agachaditos, desde donde inicia la iglesia de San Francisco, en la calle
Imbabura, hasta la calle García Moreno, o De las Siete Cruces, zona límite
donde los agentes metropolitanos permiten transitar a los comerciantes
informales, siempre que lo hagan con recaudo. El gran canasto que cuelga de su
brazo da cuenta de la fuerza con que cuenta, fuerza que en ocasiones llega al
límite, sobre todo cuando pasadas las cuatro o cinco de la tarde, se da cuenta
con mucha tristeza que aún le quedan empanadas por vender. Doce por un dólar,
ya sea sólo empanadas, sólo cholas, o un mixto para aquellos que no logran
decidirse. Afirma que el dinero que gana no es la gran cosa, pero es suficiente
para mantener a su hijo y colaborar con su esposo, su socio incansable en este
oficio.
Nos detenemos un momento en la plaza de
San Francisco. Blanca mira con nerviosismo al agente vestido con el clásico
uniforme azul, que pasa por la vereda del frente. Al preguntarle si alguna vez
ha tenido problemas con ellos, responde que no. –A mi esposo sí le quitaron su
canasto una vez. Tuvo que pagar $30 dólares para que se lo devuelvan. A mí
nunca, pero igual hay que andarse con cuidado – dice. En esta plaza es común
mirar a varios comerciantes, hombres y mujeres, que utilizan este lugar para
recargar energías y pensar en cuál será el camino que deberían tomar para no
pasar sobresaltos.
Mientras esperamos que los agentes se
dispersen, una cliente se acerca a Blanca y le pide un dólar de cholas. Su
nombre es Rosa Inca y considera que el hecho de que exista tantos comerciantes
informales, se debe a la falta de trabajo que existe en el país y más
precisamente en la ciudad. –Es una fuerza de apoyo. El municipio debería ayudar
a todas estas personas y no quitarles sus cosas – afirma con decisión.
Blanca se despide de mí, pues su esposo
la está esperando justo al otro lado de San Francisco para ir a almorzar. Yo,
mientras tanto, sigo con mi caminata.
La diferencia entre la Plaza de Santo
Domingo y la Plaza de San Francisco es notable. La primera se encuentra casi
desolada, pues corresponde a la denominada zona prohibida de la que me habló
Blanca. Mientras tanto, la Plaza de San Francisco se encuentra rodeada por
turistas, comerciantes, y el infaltable grupo de palomas que cada cierto tiempo
da una vuelta completa en dirección de las agujas del reloj.
Al ingresar por la García Moreno en
dirección sur – norte, la densidad de agentes metropolitanos aumenta
considerablemente. Caminan siempre en grupos de entre dos y cinco personas,
atentos a cualquier actividad ilegal que perturbe sobre todo a los turistas que
transitan por el lugar. Aquí no se observa ningún tipo de comerciante, o quizá
ellos no se dejan ver para evitar cualquier problema. Si uno toma la calle
Guayaquil en cambio, justo detrás de donde se encuentra el edificio del
Municipio de Quito, el número de comerciantes es impresionante, directamente
proporcional a la diversidad de productos que ofertan. También es fácil darse
cuenta de la cantidad de migrantes, sean nacionales o extranjeros, que trabajan
en este sector. Para las autoridades este es un problema que afecta principalmente
el potencial turístico de la ciudad.
Uno de los agentes que accedió a hablar
del tema, siempre y cuando no grabe nada de lo que dice y tampoco insista en
pedir su nombre, piensa que las críticas que reciben se deben al
desconocimiento de la gente. El espacio público –afirma –no debe ser ocupado
por este tipo de personas, pues se convierten en un obstáculo para el turismo
en la capital, principalmente por la suciedad que producen en las calles.
También es claro al describirme el proceso que siguen para requisar la
mercadería, que según él es la última instancia que utilizan luego de varias
advertencias verbales. Además, asegura que todos los decomisos son grabados en
video por un comisario, con el objetivo de que quede constancia de lo
realizado. Seguramente por esto su semblante cambió cuando, justo en ése
momento una camioneta repleta por agentes metropolitanos, pasó junto a nosotros
y falló en el intento de requisar una bandeja de arepas a un informal
extranjero. En ningún momento pude ver al comisario, y menos aún a alguien que
grabase el procedimiento. Sin lugar a duda, los gritos de la gente que pasaba
por el lugar, y la rapidez del joven, impidieron que cumplieran su cometido. Entonces le pregunto: ¿están conscientes de que,
si decomisan la mercadería de los comerciantes informales, ellos no serán
capaces de pagar las multas que se les impone? ¿No han pensado en una
alternativa distinta? -No. La única manera en que ellos entiendan es así, sino
no hacen caso a lo que se les pide.
Seguramente ni Blanca ni su esposo, ni
el joven venezolano, ni tampoco los cientos de personas que día a día se
esconden de lado a lado para poder trabajar, estarían de acuerdo con esta
afirmación.
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